La verdad sin ceguera

Ilustración de una chica con el mensaje de un globo: "No me importa" y personas con una losa sobre ellos: "el que dirán"

No vemos la verdad porque estamos ciegos. Lo que nos ciega son todas esas falsas creencias que tenemos en la mente. Necesitamos sentir que tenemos razón y que los demás están equivocados. Confiamos en lo que creemos, y nuestras creencias nos invitan a sufrir. Es como si viviésemos en medio de una bruma que nos impide ver más allá de nuestras propias narices. Vivimos en una bruma que ni tan siquiera es real. Es un sueño, nuestro sueño personal de la vida: lo que creemos, todos los conceptos que tenemos sobre lo que somos, todos los acuerdos a los que hemos llegado con los demás, con nosotros mismos e incluso con Dios.

Toda nuestra mente es una bruma que los toltecas llamaron mitote. Nuestra mente es un sueño en el que miles de personas hablan a la vez y nadie comprende a nadie. Esta es la condición de la mente humana: un gran mitote, y así es imposible ver lo que realmente somos. En la India lo llaman maya, que significa «ilusión». Es nuestro concepto de «Yo soy». Todo lo que creemos sobre nosotros mismos y el mundo, todos los conceptos y programas que tenemos en la mente, todo eso es el mitote. Nos resulta imposible ver quiénes somos verdaderamente; nos resulta imposible ver que no somos libres.

Esta es la razón por la cual los seres humanos nos resistimos a la vida. Estar vivos es nuestro mayor miedo. No es la muerte; nuestro mayor miedo es arriesgarnos a vivir: correr el riesgo de estar vivos y de expresar lo que realmente somos. Hemos aprendido a vivir intentando satisfacer las exigencias de otras personas. Hemos aprendido a vivir según los puntos de vista de los demás por miedo a no ser aceptados y de no ser lo suficientemente buenos para otras personas.

Durante el proceso de domesticación, nos formamos una imagen mental de la perfección con el fin de tratar de ser lo suficientemente buenos. Creamos una imagen de cómo deberíamos ser para que los demás nos aceptaran. Intentamos complacer especialmente a las personas que nos aman, como papá y mamá, nuestros hermanos y hermanas mayores, los sacerdotes y los profesores. Al tratar de ser lo suficien­temente buenos para ellos, creamos una imagen de perfección, pero no encajamos en ella. Creamos esa imagen, pero no es una imagen real. Bajo ese punto de vista, nunca seremos perfectos. ¡Nunca!

Como no somos perfectos, nos rechazamos a nosotros mismos. El grado de rechazo depende de lo efectivos que hayan sido los adultos para romper nuestra integridad. Tras la domesticación, ya no se trata de que seamos lo suficientemente buenos para los demás. No somos lo bastante buenos para nosotros mismos porque no encajamos en nuestra propia imagen de perfección. Nos resulta imposible perdonarnos por no ser lo que desearíamos ser, o mejor dicho, por no ser quien creemos que deberíamos ser. No podemos perdonarnos por no ser perfectos.

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Sabemos que no somos lo que creemos que deberíamos ser, de modo que nos sentimos falsos, frustrados y deshonestos. Intentamos ocultarnos y fingimos ser lo que no somos. El resultado es un sentimiento de falta de autenticidad y una necesidad de utilizar máscaras sociales para evitar que los demás se den cuenta. Nos da mucho miedo que alguien descubra que no somos lo que pretendemos ser. También juzgamos a los demás según nuestra propia imagen de la perfección, y naturalmente no alcanzan nuestras expectativas.

Nos deshonramos a nosotros mismos sólo para complacer a otras personas. Incluso llegamos a dañar nuestro cuerpo para que los demás nos acepten. Vemos a adolescentes que se drogan con el único fin de no ser rechazados por otros adolescentes. No son conscientes de que el problema estriba en que no se aceptan a sí mismos. Se rechazan porque no son lo que pretenden ser. Desean ser de una manera determinada, pero no lo son, y esto hace que se sientan culpables y avergonzados. Los seres humanos nos castigamos a nosotros mismos sin cesar por no ser como creemos que deberíamos ser. Nos maltratamos a nosotros mismos y utilizamos a otras personas para que nos maltraten.

Pero nadie nos maltrata más que nosotros mismos; el juez, la Víctima y el sistema de creencias son los que nos llevan a hacerlo. Es cierto que algunas personas dicen que su marido o su mujer, su madre o su padre las maltrataron, pero sabemos que nosotros nos maltratamos todavía más. Nuestra manera de juzgarnos es la peor que existe. Si cometemos un error delante de los demás, intentamos negarlo y taparlo; pero tan pronto como estamos solos, el juez se vuelve tan tenaz y el reproche es tan fuerte, que nos sentimos realmente estúpidos, inútiles o indignos.

Nadie, en toda tu vida, te ha maltratado más que tú mismo. El límite del maltrato que tolerarás de otra persona es exactamente el mismo al que te sometes tú. Si alguien llega a maltratarte un poco más, lo más probable es que te alejes de esa persona. Sin embargo, si alguien te maltrata un poco menos de lo que sueles maltratarte tú, seguramente continuarás con esa relación y la tolerarás siempre.

Si te castigas de forma exagerada, es posible que incluso llegues a tolerar a alguien que te agrede físicamente, te humilla y te trata como si fueras basura. ¿Por qué? Porque, de acuerdo con tu sistema de creencias, dices: «Me lo merezco. Esta persona me hace un favor al estar conmigo. No soy digno de amor ni de respeto. No soy suficientemente bueno».

Necesitamos que los demás nos acepten y nos amen, pero nos resulta imposible aceptarnos y amarnos a nosotros mismos. Cuanta más autoestima tenemos, menos nos maltratamos. El abuso de uno mismo nace del autorrechazo, y éste de la imagen que tenemos de lo que significa ser perfecto y de la imposibilidad de alcanzar ese ideal. Nuestra imagen de perfección es la razón por la cual nos rechazamos; es el motivo por el cual no nos aceptamos a nosotros mismos tal como somos y no aceptamos a los demás tal como son.

Parte extraída del libro "Los cuatro acuerdos" de Miguel Ruiz

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